El caso de la estatua -Texto de humor
No tanto por civismo como por escapar del tedio que se había aposentado en el pueblo desde su fundación, varios vecinos acordamos constituirnos en junta cívica para hacer una obra de importancia. Uno propuso la ampliación del acueducto, otro la construcción de una nueva escuela, pero estas ideas fueron descartadas casi de inmediato, pues había que pensar en algo verdaderamente útil, y por eso triunfó finalmente la iniciativa de don Timoleón Restrepo, que consistía en la erección de un monumento al padre de la Patria.
La plaza del pueblo apenas estaba adornada por siete mangos, un cañafístulo y otro árbol que ni nombre tenía. Los mangos servían de dormitorio a todos los «chamones» de los contornos, y el por qué dormían allí y no en el monte, es cosa que jamás pude explicarme.
La idea del monumento empezó a tomar fuerza y a los pocos días el entusiasmo era realmente avasallador. Uno de los pocos que se oponían era Eduardo Castaño, sastre de profesión, ateo e izquierdista, según dictamen del párroco. Seriamente se pensó en declararlo persona no grata, pero don Ricardo, el boticario que tenía sus ribetes de diplomático, abogó por el diciendo que el pueblo necesita un izquierdista para que hubiera cierta matización política, que Eduardo era sastre y de los buenos y que, además, tocaba divinamente la guitarra. Que lo mejor era atraerlo a nuestra causa y así se hizo finalmente.
Con un ardor de cruzados, como dijo don Timo en uno de sus discursos, empezamos a recolectar dineros para la estatua. Todos los arbitrios conocidos fueron puestos en juego: trocitos de cinta ensartados en alfileres y vendidos por niñas de flor en las orejas, bingos, rifas, festivales bailables y contribuciones más o menos voluntarias.
Las serenatas dieron muy buenos resultados. Para esta labor nocturna de no dejar dormir a los vecinos y a la mañana siguiente pasarles la cuenta por el servicio, contábamos con la guitarra de Eduardo Castaño, con dos sopranos, una contralto y un tenor. En realidad la contralto era otra soprano, pero ronca. Juancho Mejía, el tenor, no sabía cantar sino «Granada», de Agustín Lara, pero con eso se defendió a través de toda su vida. Cuando vestía frac, no parecía un prestidigitador sino que lo hacía con gran dignidad. Con ese frac y la ya dicha «Granada», llegó a ocupar el cargo de director de uno de nuestros conservatorios de música.
Recuerdo a don Vitelio, el dueño de la compra de café, como uno de los mejores contribuyentes. Por cierto que tenía «hebra cortada» con Castaño por un incidente un tanto curioso. Don Vito le había quitado a Eduardo los bajos de su propia casa exigiéndole el valor de cuatro meses de alquiler por anticipado «para que no fuera a gastar en trago lo del arriendo». Transcurrido un mes después de esta transacción, el suegro de Castaño tuvo que irse para la capital por motivos de salud dejando desocupada la casa que ofreció gratuitamente a su yerno. Este le pidió muy comedidamente a don Vitelio que le devolviera algo del dinero, pero el comprador de café le contestó que el negocio se había hecho entre hombres, que ambos tenían cédula de ciudadanía, y toda esa paja que se le echa a otro cuando se quiere eludir el cumplimiento de un trato.
A los pocos días el sastre había convencido a los músicos de la banda para que ensayaran en su casa. Llegaban a las siete de la noche y allí permanecían hasta las once o doce ejecutando a Verdi, a Rossini y demás compañeros mártires. Don Vitelio se había informado por la historia sagrada que los israelitas al mando de Josué habían derribado las murallas de Jericó tocando unas trompetas y no lo creyó posible. Después de ocho días de ensayos consecutivos, estaba completamente convencido de que aquello había sido cierto, con lágrimas en los ojos pidió a Castañeda que le desocupara, le devolvió la plata, y hasta le prestó el camión del depósito para el trasteo.
También organizamos el inevitable grupo teatral. Montamos una obra de Ibsen, alma bendita, y después de hacernos aplaudir por todas las familias de aquella comunidad, salimos a los pueblos vecinos para actuar ante gentes desprevenidas e inocentes que nada malo nos habían hecho. Rosmira, una monita pecosa hija de don Vitelio era la dama joven de la compañía, y tomó tan en serio su papel, que a los pocos días empezó a salir a la calle de gafas oscuras y con perro, creyendo firmemente que era copia auténtica de Sara Bernarhadt. Finalmente todos los cachivaches que estaban estorbando en las casas y que alguna vez parecieron obras de arte, fueron rifados. Las chivas que nadie aguantaba en las fincas, corrieron igual suerte. Con esos dineros, el fondo para el monumento crecía a los ojos vistas.
El más activo de todos era don José, dueño del almacén principal del pueblo. Veinte años antes había llegado de su lejana patria árabe para meterse detrás del mostrador y allí quedó para siempre. A los cuarenta era todavía soltero a pesar de las arremetidas de todas las damas casaderas. Parece que el no tenía más amor que su registradora, o tal vez pensaba regresar a su tierra para casarse allá. Uno de los pocos placeres que se permitía era el de pasearse por la plaza envuelto en lujosa capa española, platicando con alguno de los vecinos. Juiciosamente pensamos que don José era el hombre para manejar los dineros y que, como era el único que conocía algo del mundo exterior, se encargara de todo lo relacionado con la fundición de la estatua. Colocamos la primera piedra con discurso de don Timoleón y con asistencia de los niños de las escuelas que son las eternas víctimas del espíritu cívico.
Por esos días y muy a mi pesar, abandoné el pueblo. Durante diez años fui de un lado para otro empujado por un destino incierto y perdí todo contacto con mis paisanos. Una tarde estuve de regreso. Como siempre, los chamones empezaban a llegar por bandadas a los mangos; en la plaza se levantaban tres horrendos edificios de cemento. Sin perder tiempo busqué la estatua, fruto de nuestros esfuerzos. Al verla quedé frío. En lugar de la imagen del genial caraqueño estaba contemplando la de un sujeto robusto y reposado, parecido a Nasser el de Egipto y envuelto en una capa.
«Pero si este es don José», me dije en el colmo del asombro. Inmediatamente salí en busca de un amigo, de un conocido que me explicara ese misterio. El café si era el mismo de diez años antes y allí estaba Castaño, diez años más viejo. Nos saludamos, empezamos a charlar y al fin le dije:
-Acabo de ver la estatua y es la don José. ¿Qué fue lo que pasó?
-Todo se debió a una terrible equivocación suya en el momento de escribir unas cartas.
-¿Pero como es posible – respondí- una equivocación tan grande en un hombre tan metódico que hasta la sopa de letras la tomaba en orden alfabético?
-Castaño me miró algo severo. Dijo que don José había muerto de un infarto antes de llegar la estatua, y continuó:
-Efectivamente don José era muy metódico, lo que pasa es que estos hombres no se equivocan sino una vez, pero esa equivocación única es como la suma de todos los pequeños errores que esquivaron en la vida. Se bajan del andén en el preciso momento en que pasa el bus o en un instante aciago confunden la puerta del apartamento con la ventana y caen. Después de muchos años a don José se le ocurrió escribirle a una hermana suya y para que viera cómo estaba, se hizo tomar un retrato de cuerpo entero con capa y todo. Desafortunadamente el mismo día estaba despachando una carta para el taller de Milán que fundiría la estatua y a la que debía agregar la efigie de Bolívar. Trocó las fotografías. Su retrato salió para Milán y la imagen del flaco y glorioso general viajó a una aldea perdida en el Oriente. Después de muerto -siguió diciendo mi amigo- entre sus papeles hallamos una carta de su hermana que nos tradujo uno de sus paisanos. Extrajo del bolsillo un papel y me lo alargó. Decía esto: «Aquí en la casa estamos sorprendidos con el retrato que nos mandaste y muy preocupados por tu salud. Estás desconocido. Si no fuera porque tú lo dices, habíamos pensado que se trataba de otra persona. Con razón dicen que ese trópico es muy malo. Estás muy acabado y el pelo se te está cayendo. Debes ir donde un médico a que te recete un reconstituyente. Otra cosa que nos inquieta es el estado de inseguridad de esa tierra. ¿Cómo es que un hombre como tú tan pacífico, que no le hace mal a nadie, tiene que vivir armado?. Me alegra mucho ver que conservas la medalla que te dió mamá cuando te fuiste y que la llevas por fuera sin temor a irrespetos humanos. Así se hace».
Como los cacos se robaron la placa de la estatua, ya nadie sabe en honor de quien fue levantada. Es como ese retrato de la abuela, en ampliación fotográfica hecha en Chicago, que sus descendientes van llevando lentamente por toda la casa hasta depositarlo en el cuarto de trebejos.
Teodoro Jaramillo