El dentista
Dentista es un individuo a quien le encanta coleccionar revistas
viejas, mientras le extrae la dentadura a los demás, para poder darle
ocupación a la suya.
La anterior descripción, desde luego, es notoriamente be-névola, entre
otras razones porque si hay un gremio cuyas iras no deseamos
conquistarnos, es ese de los odontólogos, entre los cuales contamos
por cierto con buenos amigos.
Pero no puede uno menos de reconocer que las amenazas de purgatorio y
otras sanciones ultraterrenas están de sobra mientras en nuestro mundo
funcionen los consultorios odontológicos, a los que todo ser racional
-con exclusión del elemento femenino, que tampoco teme al avión-
profesa pavor pero muy justificado.
Al tiempo que un cirujano que ha macerado nuestras delicadas carnes
con dolorosísimos pinchazos, o extraído y tirado a un balde nuestros
más valiosos órganos internos, no nos deja en el ánimo rastro alguno
de rencor, el dentista, muy al revés y por algún fenómeno sicológico
que desconocemos, graba en el alma de su víctima una imborrable sed de
venganza.
Así, cuando con él tropezamos en cualquier sitio, le miramos de
soslayo mientras maquinamos mentalmente las más brutales
retaliaciones. Le vemos, por ejemplo, comportándose con irritante
desenfado en una fiesta social y no podemos menos de representárnoslo
como un matón victorioso y en plan de celebrar las torturas infligidas
ese día a quién sabe cuántos infelices.
Pero ocurre ahora que debemos darnos por bien servidos. Es decir,
quienes disfrutamos del privilegio de vivir en esta época y hacer uso
de los servicios odontológicos modernos. Porque leyendo unas crónicas
antiguas deducimos que en otras etapas de la humanidad había que ser
santo o héroe de guerra china para ponerse en manos de un practicante
de terapéutica dental. Así, verbigracia, para una pulpectomanía a la
antigua se usaba un estilete muy fino de acero recocido delicadamente,
de extremidad un poco aplastada y forma semejante a la del dardo de
una flecha. Cuando el diente estaba cariado y la cavidad de la pulpa
al descubierto, se introducía el estilete hasta el extremo de la raíz;
en seguida se le hacían dar dos o tres movimientos de la rotación y
retirándolo después de un golpe se conseguía a veces sacar
simultáneamente el cordón dentario. (El cordón dentario, amigos, y
cuanto el desgraciado paciente tuviese entre la boca y el estómago).
Ciertamente, al lado de semejantes tratamientos, la fresa de hoy
horodándonos un nervio al descubierto resulta una caricia de la
noviecita
Alfonso Castillo Gómez.